El elogio a la dificultad
Suele decirse que Tomás Abraham es un
filósofo provocador. Su mayor provocación, probablemente, sea que se anima a
pensar con libertad, y no teme pagar por eso el precio de quedarse solo.
Responsable de haber introducido el pensamiento de Michel Foucault en nuestro
país, director del Colegio Argentino de Filosofía y autor de numerosos libros
(el último, El no y las sombras, fue publicado este año por
Eudeba), Abraham es, además de filósofo, docente. Desde hace casi 30 años
enseña Filosofía en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires,
además de dar clases en varias universidades argentinas y extranjeras. En esta
entrevista con Clarín Educación, luego de dar una charla en el
ciclo Ser Director de la Universidad Di Tella, Abraham reivindica
el valor del esfuerzo, asegura que estudiar es un oficio y que el argumento de
la “inclusión” no debería encubrir lo que él llama “la mediocridad cultural de
la clase media”.
–¿Por qué prefiere hablar de “estudio” antes que de “educación”?
–Me parece que cuando se habla de educación, se simula. Todo el
mundo habla de educación: dirigentes empresariales, fundaciones, periodistas...
Es como hablar de ética: todo el mundo habla de ética, y todos están a
favor. A mí me gusta hablar de enseñar, es decir, de lo que
pasa entre maestros y alumnos. ¿Qué es enseñar, aprender, estudiar? Eso es lo
interesante y es un tema del que nadie habla. Hay una indiferencia
social y cultural hacia el profesor de biología. No hacia el que
contiene al chico, a la educación sexual, al arte de vivir, al gabinete
psicopedagógico, a los derechos humanos. Para eso hacen cola. Pero el profesor
de biología está solo. El tipo al que le gusta enseñar, que lo siente, que le
importa, no tiene director de colegio, ni periodismo, ni los elementos ni los
recursos para desarrollar sus ganas. Lo mismo el alumno: da lo mismo si se copó
o no se copó con la materia. No hay cosa más frustrante que un tipo que tiene
ganas y no le dan lugar para sus ganas.
–¿O sea que el gran problema educativo sería la falta de estímulos para
esforzarse?
–Todo el tiempo los ojos están puestos en el necesitado, el que no puede, el
que “no lo dejaron”. Y ese sector de la sociedad al que todos apuntan no tiene
un problema educativo, tiene un problema vital: de hambre, de alimentación, de
salud, de cuidado, de vivienda, de urbanización. El discurso de la
inclusión es el discurso compasivo, cristiano, para apiadarse de los que
menos tienen. Y ese es un sector de la sociedad que no tiene un problema
educativo. ¿Qué pasa con los que comen 60 kilos de carne por año? El
problema educativo es de la clase media. La misma clase media es
indiferente al estudio y lo degrada. Se nota en el periodismo, en el lenguaje
de la televisión, en lo que la gente lee. La clase media vive de las revistas y
de chimentos de diarios, vive de lo que se llama “la política”, es decir, la
farándula, que es más o menos lo mismo.
–Entonces, ¿el problema de la desigualdad debería quedar excluido del debate
educativo?
–El tema es aprender, la mística del aprendizaje. Aprender es algo
extraordinario. Lo saben los bebés, el bebé no da abasto del asombro. ¿Qué
es aprender? Descubrir el mundo en el que uno vive. El mundo es muy grande y,
mientras estamos en él, aprender es vital. Si no aprendés, te morís. Aprender
biología, física, química, filosofía, cine, arte te va abriendo el panorama del
mundo. Es viajar con la mente y el cuerpo. Eso pasa en una escuela:
es lo que te da el profesor, que además está él mismo en pleno proceso de
aprendizaje. Hablamos de educación, pero nunca hablamos del oficio,
del trabajo de estudiar. Estudiar es trabajar, y trabajar
implica esfuerzo, dificultad, frustración, goce. Y además te cambia.
Uno no es el mismo: hay una especie de conversión.
–¿Cuál es el valor de la dificultad y de la frustración?
–Todo eso es desafío, es lucha. Esto no es Darwin, no estoy hablando de la
supervivencia del más fuerte. Estoy hablando de que todo proceso de trabajo
implica vencer un obstáculo, una dificultad. Esto ya lo decía John
Dewey, el gran filósofo pedagogo norteamericano; lo decía Nietzsche. Es como
hacer bien una nota: vos para eso tenés que laburar. No te “salió así”, es
mentira, no existe el don. Incluso si tenés “el don”, lo tenés que
trabajar muchísimo. Como Van Gogh: Van Gogh no estaba loco, era un
artesano. Las cosas que valen son difíciles, en todos los órdenes
de la vida.
–¿En esta capacidad para vencer los obstáculos se va construyendo la
“autonomía” de la que hablan algunas
pedagogías?
–Nadie se enseña a sí mismo, uno aprende de otros. Un libro es un maestro, los
profesores son maestros. Un alumno tiene que hacer su propio camino: eso es
un discípulo, alguien que hace su propio camino, que no lo podría
haber hecho sin el maestro. El tema está en cómo te separás. El maestro se va a
quedar solo, todo buen maestro se queda solo. El maestro que está
todo el tiempo con las ovejas dentro del corral no es un maestro, es un tirano.
Pero la autonomía siempre tiene que ver con una relación. Hay maestros
que te guían hacia tu autonomía. Hay otros que no: les preocupa que no seas
desobediente y no te apartes de la línea.
–¿Se puede definir al buen maestro como aquel que guía al alumno hacia
su autonomía?
–Yo creo que un docente tiene que hacer una cosa básica, que es enseñar.
Él sabe cosas que el alumno no sabe. Él enseña eso, no hay una paridad entre
alumno y maestro. No, el maestro está arriba, porque en el aula se enseña y se
aprende, y el alumno tiene que estar a disposición del aprendizaje. Y el
profesor, enseñar. Como el buen profesor también es estudiante, lo que
transmite es su propio proceso de aprendizaje, que es lo que mejor puede
entender el alumno, porque va a transmitir su búsqueda, la pasión
de estudiar. Por parte del alumno, lo primero que tiene que hacer es obedecer,
ser humilde, trabajar, aprender. Y el docente lo que enseña no es a “ser
autonómo”, lo que enseña es bio-lo-gí-a. ¡Terminémosla con las grandes palabras
morales y psicológicas!
–¿La docencia, entonces, es inseparable de la investigación?
–Un profe tiene una profesión extraordinaria. ¿Por qué quisiste ser profesor de
filosofía? Porque te gusta. Y porque encontraste ahí un sentido que no podés
darle a ninguna otra actividad. Poder hacer lo que te gusta es la felicidad. Y
se supone que entre muchos profesores, algunos eligieron. A esos les hablo. Al
que está porque está, que podría ser verdulero, profesor, comerciante,
empleado... a ese le da lo mismo. Pero aquel que eligió, que no se
olvide de por qué eligió. Eso es lo primero. No se trata de repetir lo que
dijo ni Foucault ni Marx ni nadie. Para eso están los libros: leés los libros y
ya está. Uno transmite una información pero pasada por el tamiz de sus
pensamientos. Es decir, permanentemente en estado de pensamiento. Por
eso hay que investigar.
–Si bien no hay recetas generales, ¿por dónde se puede empezar a mejorar la
educación?
–Creo que lo importante es señalar la indiferencia general hacia el
estudio. De lo que se trata es de trabajo, y el trabajo del profesor es
enseñar y aprender. Y el del alumno es estudiar. Entonces tenemos que
ser muy exigentes en eso, como los coreanos y los chinos, los nuevos
dueños del mundo. Darle importancia al estudio es darles importancia a
los estudiosos, reconocerles el mérito, estimularlos. Sin ninguna finalidad
externa; ni para hacerse más rico, ni para ascenso social: todo eso es por
añadidura. Simplemente porque es algo vital: la gente se enriquece si estudia y
si aprende. Y si no, se embrutece. No hay término medio. La famosa
“autonomía” tiene que ver con la posibilidad de elegir, y de tener
recursos para poder decir que no. La gente tiene mucho miedo de decir que
no, porque se queda sola. Rebelarse no es ocupar un colegio. Rebelarse es tomar
otro camino, y eso implica construir. Ocupar un colegio no es
ningún laburo. Eso de que “tomás conciencia de tus derechos”… ¿y los deberes?
El derecho se los da la Constitución: te pongo el aula, el colegio y el profe
para que vos mañana le des algo a la sociedad. Y si no le das nada a la
sociedad, estás en deuda.